21 feb 2013

EL PRECIO





Mi generación crecimos creyendo en aquello de sentir pasión por lo que uno hace. Era importante tener mucho cuidado en elegir algo que te gustara mucho, algo que te apasionara, porque ibas a tener que hacerlo ¡toda tu vida! Eso sí, tan importante como tu pasión era que "tuviera salidas". Si encontrabas ese vellocino de oro, serías feliz para siempre y se abriría ante ti la tierra prometida. Nosotros éramos unos privilegiados por tenerlo todo hecho. ¡Ibamos a tener tantas posibilidades que ellos no tuvieron...! Pero, para eso, tendríamos que trabajar muy duro; claro que nosotros no sabíamos lo que era de verdad trabajar... Nosotros no habíamos tenido que pelear por nada. Ellos habían construido la democracia, el estado del bienestar... todo lo que nosotros, sin haber hecho nada, teníamos. Bien, pues tal vez deberían bajar de ese pedestal de "hechos a si mismos" en el que se subieron. Sí ¡vosotros! ¡Quitaos ese halo de santidad del que habéis presumido desde que tenemos uso de razón porque lo que tenemos entre manos es un grandísimo marrón!

Obviamente, esa educación bipolar entre "siéntete libre" y "sé humilde" puede derivar en algún tipo de neurosis. Por ejemplo, te convierte en un inepto para afrontar un presupuesto o las condiciones de un contrato. Te entran sudores fríos. ¡Mierda! ¿Qué tengo que cobrar? ¿Cómo se hace esto? ¿Qué tengo que poner? ¿Les parecerá mucho? ¿No me estoy pasando? ¿Qué significa "estar pasándose"? ¿Pasándome con respecto a qué? Tal vez, esa podría ser una de las preguntas que deberíamos respondernos: ¿qué nos preocupa? ¿Tememos que nuestra tarifa modifique la percepción que tienen de nosotros? ¿Que, directamente, crean que tienes un subidón de autoestima? ¿Tal vez nos preocupa no estar a la altura? De repente, cuantificar lo que sabes hacer te coloca en un precipicio.

Una investigación muy chula que leí hace tiempo y no he sido capaz de recuperar, ponía a una grupo de gente en la treintena ante dos situaciones. No recuerdo cúales eran las circunstancias exactas ni la consigna que se les dió; pero, en resumidas cuentas, el grupo se mostró mucho más seguro de si mismo cuando tuvo que describir sus aptitudes (¡no teniendo después de demostrar si eran o no ciertas!), que cuando se les pidió que se fijasen el sueldo que creían merecer… En esta situación se mostraron mucho más dubitativos, tensos y terminaban sugiriendo para sí mismos un sueldo muy inferior a la idea de si mismos que habían mostrado en la primera situación.

Sea como fuere, con la experiencia aprendes a gestionar estos temas; pero siempre sientes un escalofrío por la columna cada vez que tienes que ponerte precio, porque delante siempre se abre un precipicio mayor… ¿Qué estás dispuesto a perder? ¿Qué pretendes ganar?

Y éste ha sido, y es, el pecado de mi generación: nos hemos conformado con lo que negociaron nuestros padres. Y no es que aquello estuviera mal, sino que, sencillamente, ahora ya no sirve. Ellos construyeron un mundo polarizado de cadenas perpetuas, izquierdas y derechas, empresarios y trabajadores, poderes electos y poderes de facto, triunfadores y fracasados, parejas y solteros, religiosos y ateos... Nosotros tenemos ante nosotros un mundo múltiple y mutante. A ellos les tocaba no venderse y a nosotros abrir nuevas batallas. Sin embargo, nosotros no fuimos capaces de imaginar nada nuevo y ellos olvidaron lo que habían imaginado.

Así que, tal vez, para empezar a cambiar las cosas podríamos empezar por ¡poner condiciones! Empecemos a negociar lo que queremos. Total, lo bueno de que no haya tierra prometida es que ya no hay nada por lo que merezca la pena venderse. Ya no hay nada por lo que aceptar condiciones de nadie porque a cambio tienes... nada. Y eso es una ventaja. Yo, ahora más que nunca, estoy dispuesta a pagar el precio de MI precio.